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Una de las características de la política colombiana – y seguramente la de otros países- es prometer para conseguir votos, y mostrar paraísos artificiales para luego no cumplir.
Esa actitud me recuerda cómo uno de mis profesores de derecho civil explicaba el estupro: “prometer para meter y luego de haber metido, no cumplir lo prometido”. Obviamente, eso nos escandalizaba a las pocas niñas que en ese entonces estudiábamos la carrera, como hoy escandaliza a la mayoría de los colombianos el comportamiento de la clase política en general, salvo algunos que se salvan del escarnio general.
Cada vez más,
en relación con la política, los
ciudadanos nos comportamos como las ingenuas de ayer. Es decir, votamos
por costumbre, nos indignamos
- y se nos ha vuelto costumbre- sin
caer en cuenta que
son las consecuencias de
haber votado por costumbre o de
habernos abstenido, también por
costumbre.
El problema es que
en este
circulo vicioso y con ayuda mediática que le
sirve de caja de resonancia, nos
acostumbramos a un fatalismo político cargado de desconfianza y de generalizaciones. Las
soluciones se plantean en términos
muy generales y a
posteriori; se debate un mundo ideal y, enfrascados
en discursiones teóricas, se abandona la importancia de la moral colectica, de la ética pública.
El Espectador no le dio tanta pantalla a la "noticia" |
Ahora, el escenario estará copado por
la discusión –utópica o leguleya,
como se le quiera ver- de una reforma política que suprimirá la vice-presidencia, ampliará el periodo presidencial a 5 años, e impondrá las listas cerradas. ¡Por favor ! En vez de ética pública, hoy se
habla para mañana, con un
utópico control de la moralidad
través de normas jurídicas como si la garantía
de los derechos ciudadanos o el deber
de los funcionarios no dependiera sobre todo de un
comportamiento ceñido a los valores, más que a las normas.
¿Ahogados en discursiones?
Por el lado de la ciudadanía,
la capacidad de
lograr algún consenso moral se
diluye en discursiones ( mezcla
de discursos y peleadera)
que terminan saturando.
Hemos
perdido la costumbre - si alguna vez la
tuvimos- de evaluar a los políticos
en forma distinta de la emocional. Que
partidos como Cambio Radical hayan dado
el aval a desastrosos gobernadores y congresistas corruptos pierde importancia ante el intercambio de insultos de Vargas Lleras con
nuestros vecinos. Sin embargo, es más
que un campanazo, un mazazo de
alerta sobre la manera como se comentan los temas políticos, y se
desaprovecha la oportunidad de interactividad que dan las redes sociales.
No cabe duda: los ciudadanos
abstencionistas o no, también
somos responsables. Estamos propiciando
el fatalismo al hacer más énfasis en las características caudillistas de
los candidatos a cualquier cosa, trátese de aspirar a la presidencia, de congresistas y últimamente de los magistrados de las cortes, cuya mediatización es proporcional a la mediocridad
de sus sentencias. Nos dan
circo y ni siquiera pan, porque así
lo aceptamos.
En el campo político, además de enredarnos con los escándalos, en los
insultos, en las contradicciones
de funcionarios que un día desdicen de lo que
dijeron el día anterior, aceptamos sin exigir, o ni siquiera
nos enteramos ( gracias a la mediocridad
mediática) que entidades
tan importantes como la Unidad de Análisis Financiero quedó sin
cabeza durante nueve meses.
Esa obsesión por creer mas en
lo imaginado que actuar sobre lo real se refleja en las reacciones que ha
habido al Código de policía, sobre el que, a las mil y quinientas se han presentando 50 demandas de inconstitucionalidad que
congestionan a las cortes. Resulta
sintomático cómo la convivencia se escribe en letra pequeña, sin suscitar comentario alguno. En cambio,
convivimos con y nos apegamos al inciso, parodiando
el verso de Valencia, “sacrificando un
mundo para pulir un numeral”. Y
mientras se reúnen los Nobel en Bogotá, pasa
sin reacciones que
en 2016 fueran asesinados 116 lideres sociales, según datos de
Fundepaz.
Pero eso no es
todo. El apego a lo jurídico (para no
decir lo discursivo-leguleyo), tanto como
el énfasis en promesas mas que en
resultados o procesos, lleva a acentuar el fatalismo y a la
desestructuración de las instituciones, cuando los resultados
son, en consecuencia, desastrosos. No solo en cuanto a salud, llegándose a convertir la tutela en la
manera de obtener la prestación del servicio, o
en el proceso de paz en cuya “implementación” se incumplió
ofrecer los mas elementales y básicos servicios de inodoros y agua.
Es hora de entender que en
relación con la función pública y la prestación de servicios, las
protestas y las marchas a posteriori no solo no sirven, sino que
demuestran la incapacidad ciudadana para vigilar,
ver , prever, y sobre todo cumplir con sus deberes sin acusar al otro de no cumplirlos. Porque las
protestas, como en el
caso de la inaceptable prestación de servicios de energía, llegan
tarde, después de la previsible muerte
de Electricaribe y otras empresas; de la
venta de ETB o de las mimetizadas ineficiencias o corrupciones que
vendrán.
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