PELEADERA, CAUDILLISMO Y TRABAJO EN EQUIPO
En cualquier caso, queda un rescoldo cultural que se reproduce más o menos sutilmente en comportamientos sociales. Consiste en actitudes que, si bien no son extremas ni delictivas llevan, en un amplio espectro, a comportamientos relacionales que van desde la anomia hasta la hipocresía, la inautenticidad, la mezquindad, el “me tiro al otro porque si, aunque yo no tenga la razón”.
En el mundo real de la Colombia territorial, las relaciones
interpersonales entre los colombianos
son bastante más complejas que en lo virtual. En demasiadas ocasiones rige
aquello que un sanandresano me definía como la Ley de la Ventaja. En su caso,
la aplicada por los
atropelladores venidos de la Colombia
continental sobre los raizales del archipiélago.
Hace muchos años, la descripción de un funcionario internacional me pareció
de una asombrosa exactitud:
Cualquier discusión la toman
ustedes de una manera muy personal. Difícilmente aceptan perder. Cuando se
debate un tema álgido en una reunión, uno está acostumbrado a que, al final de la reunión, cambia el tono
y las relaciones entre las personas se normalizan. Cuando hay divergencias entre ustedes, en
cambio, es como si se les fuera la vida.
A partir de allí, el atarván o el ventajoso
encuentran un clima favorable. Desde
otra perspectiva, esa relación
disfuncional entre colombianos produce en la víctima o quien ni siquiera alcanza a serlo, la
reacción de pasar agachado y el temor a asumir las consecuencias de la realidad. Estas
características relacionales, en su grado extremo, explican la acumulación de nuestras violencias
en distintos escenarios: el hombre despechado que le echa ácido en la cara a la mujer que rompe la
relación (“ si no es mía no será de nadie”);
el maltrato intrafamiliar ( “el que manda aquí soy yo” ; las masacres de
los paramilitares y las minas antipersona de la guerrilla (aunque no
gane, gano), los asesinatos de sindicalistas o de maestros ( como lo matamos,
ya no existe). Así, las cadenas de odio se reproducen insistentemente por una necesidad
atávica de excluir al otro.
Las consecuencias, en términos colectivos, por parte del resto
de la sociedad que no participa de estas cadenas de violencia, son múltiples. El debate
público, ingrediente fundamental de las
democracias y sin el cual la libertad de expresión no tiene
sentido se reduce a tomar partido de una
manera emocional en la que lo menos importante es la parte argumentativa y lo
que más importa es estar a favor o en contra.
Otras consecuencias: acentuar el fatalismo (propio de los absolutos como “la justicia no sirve para nada”. Pero también, quizás reacción de la mayoría de los colombianos, encerrase en su propio mundo, ignorar lo que está sucediendo, no sentirse afectados, marginarse, pasar agachado, acudir al chiste como una catarsis sin afrontar la realidad.
Otras consecuencias: acentuar el fatalismo (propio de los absolutos como “la justicia no sirve para nada”. Pero también, quizás reacción de la mayoría de los colombianos, encerrase en su propio mundo, ignorar lo que está sucediendo, no sentirse afectados, marginarse, pasar agachado, acudir al chiste como una catarsis sin afrontar la realidad.
En cualquier caso, queda un rescoldo cultural que se reproduce más o menos sutilmente en comportamientos sociales. Consiste en actitudes que, si bien no son extremas ni delictivas llevan, en un amplio espectro, a comportamientos relacionales que van desde la anomia hasta la hipocresía, la inautenticidad, la mezquindad, el “me tiro al otro porque si, aunque yo no tenga la razón”.
HACIA LO SISTÉMICO
En los estudios sociales se ha subvalorado la importancia específica
de la comunicación y Colombia no es la
excepción.
Las disciplinas están en Colombia muy
encerradas en sus respectivos saberes,
como la sociología (en particular la violentología), el derecho, la
antropología, la ciencia política, la sicología social y el trabajo social. Por
su parte, en cierta forma cusumbosolos y poco tenidos en cuenta, los teóricos
de la comunicación se han alejado de la realidad, no solo por voluntad propia
de encerrarse en su mundo sino también
porque la comunicación no ha encontrado el debido soporte científico que la construya como campo, para utilizar la
expresión bourdieusiana.
De manera general, ni los politólogos ni
los sociólogos, con pocas excepciones, se han metido a fondo
en el tema. Manuel
Castells lo ha hecho, no solo para explicar el fenómeno de la
Galaxia Internet o la era de la información, sino también para
analizar el poder desde la comunicación. Con estos pioneros se empieza a
vislumbrar la importancia de su dimensión para explicar al mundo y los nuevos
interrogantes sobre los ecosistemas
de los seres humanos con el advenimiento de lo digital virtual. Aspectos
como la fragmentación de la identidad, posible al asumir diversas
personalidades en la red van creando espacios y tiempos en que la vida real se
vuelve tan solo un aspecto de la existencia, lo que debe llevar a repensar nociones como político, sujeto, nación y a
profundizar en el aspecto relacional.
En la realidad real de los colombianos, los
comportamientos cotidianos recalcan cómo el predominio del individualismo
ha minimizado el sentido de lo colectivo
hasta el punto de que tanto en el sector
privado como en el público - pero sobre todo en este último- el interés común
no logra incidir mayormente en la eficiencia del trabajo en equipo. Dos
actitudes comprueban esa aseveración.
La primera, la
impuntualidad en las reuniones de trabajo, una costumbre que le da la prioridad
al que llega tarde, que se refleja también en
el incumplimiento de los plazos para
entregar pedidos o trabajos
académicos. Como en el caso de la señora del supermercado que justifica su
irrespeto a los demás con un “¡qué pena!”,
el retardado adquiere por costumbre el derecho a que se le repita lo
que se
adelantó antes de su llegada, gracias a una vaga disculpa “excúsenme,
pero el trancón, tuve un inconveniente, me dejó
el bus, se enfermó mi mamá, etc., etc…”
La segunda
actitud tiene que ver con el desinterés
por lo que hacen los demás, combinada casi siempre con el celo por conservar los feudos de
poder. Ese desinterés estimula la
desconfianza, la “peleadera” y lo
que los bogotanos llamamos mala leche,
que no solo perturba el clima organizacional, sino que contribuye a la
ineficiencia. En la academia, esa actitud tiene varias facetas: el miedo a
mostrar el producto del trabajo intelectual, no solo por temor casi siempre
infundado a que alguien se lo robe, sino a la – esa si fundada- la crítica
de los pares, por la propia
mediocridad y la carencia de innovación, sobre todo en las ciencias sociales, enroscadas
en diagnósticos repetitivos.
¿Y DE LA COLOMBIANIDAD QUÉ?
En un esquema de democracia por bandos y bandazos,
tan lejano de una democracia argumentativa y racional, el juego de poder no
está en buscar un consenso fundacional entre las verdades sino en tener el
poder suficiente para transformar la mentira en verdad, sobre la base de que
una sola verdad es la que debe predominar sobre las otras.
Lo que caracteriza
el debate público de las inteligencias inútiles es entonces la emocionalidad,
que prefiere la exaltación a lo argumentativo
y la peleadera al consenso. Se fomentan así las diarreas mentales en vez de la investigación y de la
precisión, se mantienen las desigualdades sociales, el poder de las roscas y de
los clanes, nuestra mediocridad en las disciplinas científicas y sociales
.
El tip positivo : La creatividad artística es a veces una punta de lanza de la reacción contra la ceguera colectiva.
Recientes películas colombianas como Páramo muestran de manera vanguardista, emocionalmente conceptual, el
papel de lo relacional en la espiral de la violencia, lo que presupone
apelar a la reflexión argumentativa racional para traducirla en lo emocional y en
lo estético.
(Del libro en preparación “Colombia y
sus inteligencias inútiles, desperdicios
de pasión y de procesos”. No citar
la fuente lo demerita a Ud., no a
mí)
(Continuará)
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