Después de cincuenta años de matrimonio, aprendimos la lección:
No casarse pensando “hasta que la muerte nos separe” porque durará mucho menos de cincuenta o
se volverá una muerte en vida… Mejor,
de tres en tres años, y, en este
caso, con el mismo cónyuge.
No vivir la vida del cónyuge sino la propia, con intensidad afectiva, ética e intelectual.
Saber que uno no debe ser fiel copia del cónyuge, sino todo lo contrario o, al menos, tener su propia identidad.
No creer que las
respuestas están los padres, en los hijos, en las
religiones, en los códigos y ni siquiera en el propio cónyuge.
No olvidar que el o
la cónyuge pueden ser el o la mejor amigo o amiga y caer en
cuenta de ello lo más pronto posible.
Recordar que todo
tiene momentos tan, pero tan efímeros que uno no se
da cuenta de que son el mejor momento.
Apreciar la
tranquilidad que proviene de lo que se ha vivido, pero
también de lo que queda por vivir.
Llegar siempre a la deliciosa placidez, que se logra cuando la
paciencia domestica iras y defectos del otro.
No desgastar al presente con nostalgias sino nutrirlo de asombrosas expectativas.
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