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El odio se ha instalado en Colombia con una profundidad tal, que altera (a veces bajo apariencias de amor al “prójimo”, a la “patria” o a la “justicia”), la capacidad de convivencia.
Pero ¿qué es el odio, y qué
el odio colectivo? Sin duda sabemos que el odio es un sentimiento, emoción o percepción, más que todo irracional ( es decir, como el amor, no producto de la
razón) que nos produce disgusto, repulsión, ira, violencia en una escala ascendente de reacciones.
Porque - y aquí debemos evitar cualquier maniqueísmo- no existe
ser humano que no haya “odiado”
a alguien, aunque sea para
controlar ese impulso. Los niños,
por ejemplo, son radicales en sus amores
y en sus odios, porque precisamente no han desarrollado la argumentación sobre el por qué
de su amor o de su odio.
Su confianza o desconfianza se
desprende de ese binomio.
Ese infantilismo es perverso cuando se trata de la ciudadanía. Los adultos
que se encierran en sus amores y en sus odios son mucho mas difíciles de convencer cuando se trata de cambiar de mentalidad y de
aceptar la convivencia. Los trinos que abundan
en estos días, liderados por los dos
bandos de la polarización egocéntrica
llevan a la distorsión perversa
del debate público.
Pero si nadie puede tirar la primera piedra en materia de “odio”, tampoco nadie está exento de aprender a controlar sus distintas manifestaciones, que van del disgusto al asesinato .
En otras palabras, a mi modo
de ver, la convivencia depende más de analizar
lo que nos desune que lo que
supuestamente nos une.
Casi todas las campañas de “ paz, amor y alegría” se pueden
poner en un mismo costal del
fundamentalismo del amar que,
paradójicamente, estimula el odio.
Y entonces, a qué aferrarnos?
A la ética civil , porque el amor y el odio se vuelven sentimientos.
La convivencia ciudadana no
se consigue tanto desde
nuestros afectos como con el respeto individual y colectivo.
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CON RESPETO NO
HACE FALTA EL “JALELE AL RESPETICO”
El respeto no es tan innato
como las pulsiones de amor y odio. Se basa en una capacidad de argumentación
aprendida - desde niño o
en el más adulto-que no
necesariamente se recuesta
sobre la capacidad de amar.
En ese
sentido, recuerdo mucho un valor que mi madre me inculcó: el respeto es algo que trasciende cualquier sentimiento de amor o de
odio, de bien o de mal: “por
respeto por los demás y por respeto por ti no lo hagas" - cuando se refería a cualquier
comportamiento con el que no estaba
de acuerdo. El ser humano y su dignidad por SER humano están por encima de lo que pensemos de
nuestros semejantes.
¿Se puede cambiar de mentalidad? Así como
uno pudo sentir un primer disgusto - llamémoslo repulsión- ,
al comer hormigas
santandereanas, así también se
puede aprender a reinventar la percepción:
me esfuerzo en pensar que no es el bicho en sí
sino algo como un maní.
Y entonces, como
representación de maní, mi sentido del
gusto cambia. Así puede cambiar la
percepción que se tiene de otro ser
humano cuando lo miro, no para odiarlo, sino para respetarlo.
La mente
es la que en cierta forma ordena o imagina
el odio, en su primera etapa después de la
instintiva. No se apoya en la
experiencia previa pero tampoco en el aprendizaje.
Entender ese mecanismo lleva a
desmontar, al menos mentalmente, la tendencia al odio.
Me imagino un
taller - de esos que ya no doy-
en el que se les preguntaría a los
participantes qué es la comida, la música,
la película, en fin
cualquier tema que más “odie”. Eso permitiría tratar de
deconstruir como diría Derrida, el mecanismo mental que produce,
en este caso, un disgusto menor y pasajero.
Pero para cambiar hay que
partir de un referente cierto: no existen personas que sean todo amor,
ni personas que sean todo odio. La
convivencia y la reconciliación no pasan por allí sino por algo más
fundamental: el respeto.
Así llegamos, poco a poco, a la relación entre seres humanos. ¿Podemos
convivir sin tener como medida el
amor o el odio, pero sí el respeto? A mi modo de ver si, porque el respeto no necesita de metadiscursos sobre la paz, que poco a poco van llevando a los fundamentalismos.
En estos meses previos al cuasi mítico 23 de marzo - plazo que en realidad resulta infantil- , se observa (y era
previsible) el incremento de los fundamentalismos. Estos, en escala ascendente, producen reacciones de odio, de
categorización entre amados - es
decir, tolerados por parecerse a uno- y no amados- es decir,
odiados .
¿Cómo es posible que personas que
expresan odio y deseo de
excluir al otro, de borrarlo del mapa, sean
capaces de vivir la doble vida de odiar por un lado y de a ir a misa o cualquier expresión de religiosidad por la otra? No me refiero al libre
albedrío de la escogencia entre el bien y el mal, ni tampoco a la explicación sicológica según la cual nuestro
ser enfermizo puede a veces
imponerse sobre la parte “sana” de
nuestro ser.
El clima social en Colombia
debe mantener atónitos a los que nos
miran desde afuera, como una curiosa
manifestación de nuestros deseos de “paz”. Salvo personas como Jaime
Bayley (que cito para no
referirme a colombianos que odian demasiado y se quedan en el análisis primario incentivando por lo mismo las pulsiones). Es un odio disfrazado de chiste, cuando no duda en llamar al Presidente Santos
“portavoz oficioso de las FARC” ( en un viejo video que prefiero retirar de la página pues sospecho que se envía por las redes con un virus... de odio)
Si queremos avanzar
y no estancarnos en nuestros odios y amores, hay necesidad
colectiva de deconstruir esa capacidad de eliminación o de exclusión del
otro que no solo es física sino, sobre todo, mental. Cuando escucho a Paloma Valencia expresar ese odio por la guerrilla o, viceversa, cuando algún guerrillero del ELN no piensa
en el otro colombiano sino como
un enemigo para exterminar, hace mucha
mas falta el respeto
que el amor o el odio. Allí no
cuenta para nada la ideología.
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De no cambiar la actitud colectiva, y si los medios
y el periodismo no reflexionan
sobre el odio que promueven, solo seguirá
discursiva – o diarreica- la construcción de confianza.
Porque la “confianza” empieza a
competir en ambigüedad con la
palabra Paz, mientras se derrumba, lento e inexorable, el efímero culto
a la imagen caudillista.
PRÓXIMO JUEVES:
Los cabos de
la polarización mediática
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